Los Masai puede que sea la tribu africana más conocida, sus esbeltos y jóvenes guerreros, ataviados con una manta roja a cuadros y colgantes adornados con dientes de león, una espada de madera al cinto, un garrote de madera con grabados y la cabeza rapada, son una de las insignias del continente negro. Por suerte todavía muchos de ellos se resisten a abandonar sus antiguas costumbres y siguen poblando la sabana.

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Voy a conocer un poblado Masai y unos simpáticos jóvenes nos reciben a la entrada de la rudimentaria cerca para protegerse de los depredadores, hecha de ramas clavadas en el suelo parecen cientos de cuernos de ciervo de formas retorcidas. Su vida gira en torno al ganado y poseen ovejas, cabras y vacas. Las cabezas que poseen marca su estatus social y les sirve como pago en un juicio, para la dote de boda o por simple trueque. Solo comen carne y derivados de la leche, no pueden plantar nada porque los elefantes y demás herbívoros se lo comen.

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Nos obsequian con uno de sus bailes, mientras uno de ellos canta una canción los demás emiten sonidos guturales y saltan separando sus pies varios metros del suelo.

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El asentamiento donde viven se llama manyattas y son grupo de chozas hechas de moñigas, paja y barro. Tienen un gran patio en medio donde se reúnen y un corral para el ganado. Thomas me invita a entrar a su choza, tiene el techo muy bajo y no hay ventanas, solo unos pequeños tragaluces a los lados; me pican los ojos del intenso humo y cuesta respirar en este ambiente viciado. En la sala principal está la cocina que consiste en una parrilla sobre dos piedras, el fuego se hace debajo, hay una olla mil veces usada y un montón de leña apilada al lado del fuego. Unos pequeños taburetes hacen de asiento y no hay mesa. A los lados hay dos habitaciones con colchones de paja en el suelo, aquí viven sus padres y todos los hermanos. Le pregunto si se ha casado y me dice que no, pues tendría que dar de dote diez cabras y diez mantas, está ahorrando para poder conseguirlas.

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Al despedirnos le ofrezco a uno de los masai de mi misma talla (uno de los pequeñitos de la tribu pues algunos llegan a los dos metros), cambiarle mi chaqueta por su manta a cuadros, está entusiasmado y no se lo piensa, se la pone y me cede su manta. Tendré un recuerdo de esta gente sencilla y muy alegre que se resisten a ceder al progreso.

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