Japón siempre me había llamado la atención por su cultura zen, una variante del budismo y sobre todo por los samurai, los nijas y ese código de honor y respeto de los antiguos guerreros.
Llego a Tokio, la ciudad más poblada del mundo y la tercera más grande. Visto así acojona y cuando te acercas al centro en el bus y ves los rascacielos, verdaderos gigantes de hormigón y cristal parece que estés en una película futurista, las carreteras serpentean colgadas a diez metros del suelo e ingentes masas humanas con traje negro (en Tokio todo el mundo lleva traje sin corbata) andan a paso ligero sin siquiera rozarse.
Con 30h de viaje y tres vuelos cojo la mochila y comienzo a caminar, no he mirado casi nada pero tengo un mapa de la ciudad que me regalaron mis amigos Jorge y Vanesa. Voy al palacio real y me maravillo con los jardines repletos de unos pinos que parecen más un bonsai por su escaso tamaño y forma. Está anocheciendo y los rascacielos comienzan a iluminarse, todo un espectáculo.
Sigo hacia el Sur, mi idea inicial es llegar hasta el monte Fuji, está como a unos 150km en esa dirección. El transporte y el alojamiento es caro en Japón, así que como no dispongo de mucho dinero lo haré caminando y dormiré en el suelo, llevo un saco ligero y esterilla. Paseo por las calles del centro llenas de carteles de colores, restaurantes y salas de juego, me pesa la mochila y después de cuatro horas flipando al doblar cada esquina, compro sushi en un supermercado y busco un lugar donde dormir.
En el parque Hibiya encuentro un lugar apartado al resguardo de una campana, espero que no suene… Me tumbo en el suelo y duermo a ratos, el suelo está duro y tengo un poco de frío. Me despierto y tengo a un hombre con traje sentado en el banco de enfrente cabeceando, hay muchos bancos en el parque y se tiene que poner en éste que está a dos metros de mí. Me hago el dormido pero me incomoda su presencia y noto que me observa de vez en cuando. Lo miro directamente a los ojos a ver que hace, me mira pero no se mueve, como no parece peligroso desisto y sigo durmiendo, cuando vuelvo a despertar se ha ido a otro banco. A las horas pasa otro trajeado y cuando está a mi altura se agacha a un metro de distancia para verme la cara, abro los ojos y le doy las buenas noches. Aún visitará el banco otro japones más pero ni le hago caso. A las 4:30 me levanto a mear y veo a un joven de pelo largo sentado sobre una manta, mira el móvil y canta y baila entre risas, lo que me faltaba por ver.
A las 5:30 amanece y continuo rumbo al sur, hoy me he puesto dos objetivos: conseguir un mapa de Japón y cambiar dinero. Cuando me separo del centro los carteles ya no están en inglés y no veo ningún occidental. Me fascina como se mezclan los templos y jardines con el asfalto y los edificios. Pregunto en supermercados, librerías, gasolineras, en correos, a la policía pero nadie me sabe decir donde puedo conseguir un mapa de carreteras en inglés, los hay en japonés pero no me sirve. Llevo seis horas andando por la ciudad y hace un rato que me he salido del mapa que tengo, no me gusta preparar mucho los viajes, ni mirar fotos y menos coger cosas por adelantado pero Japón es un país difícil, todo es muy diferente, la gente es muy amable y te intentan ayudar pero llevar toda una mañana para conseguir un mapa me desanima un poco, además avanzo poco entre semáforos y pasos elevados. Lo mío es caminar entre montañas y selvas donde se escucha a los pájaros y resuenan las cascadas. En esta jungla de cemento dominada por las máquinas no estoy a gusto, además mi viaje no va de esto, he venido a escribir un libro conociendo de primera mano este país, me veo quince días caminando entre asfalto hasta llegar a las montañas y no me apasiona la idea. Desisto y cojo un tren que me llevará a Yokohama y de allí al monte Fuji.