Río de Janeiro es una de las ciudades más hermosas que he estado, se conjugan en una perfecta simbiosis los rascacielos blancos, favelas cayendo arracimadas de las laderas, montañas repletas de selva, moles rocosas de formas ovaladas, playas de arena blanca repletas de cuerpos esculturales, música a ritmo de samba y la alegría innata de los brasileños. Y si encima llegas en pleno carnaval, donde se vive con un fervor casi religioso, la visita se convierte en una experiencia única e inolvidable.
Encontrar alojamiento en estas fechas donde gente de todo el mundo llega a la ciudad es una tarea complicada. Tiro de internet y consigo cama a un precio razonable, en una zona alejada del centro pero todavía en los límites de la ciudad, no muy lejos del estadio de Maracaná. Para mi sorpresa el hostal está ubicado en una zona marginal entre dos favelas. Cuando comento donde me alojo a la gente local me avisan de la peligrosidad de la zona. A unas chicas que están en mi hotel, al volver de noche en el bus, una señora se ofrece a acompañarlas hasta la puerta y otra se ofrece a acompañar a la acompañante.
Me uno a las compañeras de hotel que aludía antes, Rocío es murciana, Angélica ecuatoriana y Stefani suiza. Y vamos a la playa de Copacabana a pasar la tarde. Los minúsculos tangas de las brasileñas, los vendedores de caipiriña y la gente disfrazada alegran la playa más conocida de Río. Los hoteles de lujo se mezclan con las montañas cercanas.
En Río la fiesta está en la calle donde comparsas, batucadas y grupos musicales convierten cada rincón en una fiesta. Salgo una noche a Lapa, la zona más famosa de bares de copas, pero es tanta la cantidad de gente que resulta imposible entrar en un local y encima hay que pagar entrada en todos ellos. En la madrugada, la mayoría de la gente va borracha o drogada, salgo con mis tres amigas y me sorprende la cara dura de algunos brasileños: sin camiseta, luciendo musculitos, pavoneándose y mirándose en cada cristal, escaparate o luna de coche que les obsequie con su reflejo, cual Narciso enamorado de sí mismo. Se acercan a ellas contoneando su cuerpo y casi sin mediar palabra empiezan a intentar manosearlas y, lanzan su ataque como una serpiente atacaría a un conejo, intentando besarlas. Ellas tienen que hacer la “cobra” con una esquiva pendular digna del mismísimo Bruce Lee. No les corta que yo vaya con ellas y alguna vez tengo que pararle alguno los pies cuando veo que no entienden la palabra no y se están pasando con mis jóvenes amigas.
El Cristo del Corcovado es el emblema de la ciudad, da igual desde el punto que lo admires, su silueta resurge entre las nubes con los brazos abiertos, invitándote a que te unas a él en un abrazo eterno. Estoy seguro que Jesús quería que lo recordáramos así, vestido de blanco impoluto, con la magnificencia del hijo de Dios, como el elegido para reconciliar a los hombres con su verdadero ser…