Mi ilusión era ascender el Mt. Kenia o el Kilimanjaro pero no se puede sin guía y sin un tour programado, no soy partidario de pagar por escalar y todavía menos con estos precios: Subir al Mt. Kenia 500$ y al Kilimanjaro 1.000$. Son abusivos y limita el placer de coronar las cimas más altas de África a personas con gran poder adquisitivo. Por lo menos quería ver la silueta dibujada en el horizonte y voy a Nanyuki a las faldas del Mt. Kenia. Paso un día en esta sucia ciudad intentando informarme si es posible acercarme a la montaña por mi cuenta, pero todos te quieren vender la ascensión guiada y como no puedo gastar dinero me voy hacia el este, he trazado una ruta en el mapa, lógica vista desde el papel pero que no hace nadie por varias razones que desconocía.
Tengo que coger varios autobuses destartalados para llegar a Garissa casi frontera con Etiopía. El viaje es duro, pues en que nos separamos de la sabana que llena el centro de Kenia de vida; los árboles desaparecen, los ríos se secan, sube la temperatura y la arena rojiza lo cubre todo. Veo los primeros baobag, camellos salvajes, los hormigueros se erigen como catedrales y los poblados tienen chozas de barro y palos. La gente también cambia y entramos en territorio musulmán, las mujeres llevan velo y los hombres turbante y barba.
Un hombre me cuenta que hace tres años que no llueve, que hay cocodrilos de seis metros en el río y que hace un año los islamistas mataron a cien estudiantes tiroteados y ha habido otros atentados. Los controles del ejercito reflejan el estado de alerta en el que se vive en esta zona de África, varias veces nos hacen salir del bus y nos piden la documentación, no entienden qué narices hago allí y no sé darles una explicación convincente porque ni yo mismo lo sé…
Garissa se levanta a orillas del río, su ribera está dotada de vegetación y asegura el agua para el consumo. Se escuchan los cánticos provenientes del minarete blanco y azul de la mezquita, las mujeres se cubren con burca negro y los hombres visten chilaba y lucen perilla naranja. Llego al atardecer cansado de todo un día de viaje, me instalo en un hotel cutre con la recepción protegida con barrotes y me lanzo a la calle en busca de un lugar donde cenar. La gente me mira raro pero de forma amistosa, algunos se paran y me dan la mano, me siento como un actor de Hollywood pero seguro que Antonio Banderas no cagaría en el baño de mi hotel. Los restaurantes y tiendas también tienen el mostrador tras una cárcel, toman muchas precauciones en este lugar… ¿mala o buena señal?
Quiero ir al río en busca de cocodrilos antes de coger el bus, ir por mi cuenta me llevará mucho tiempo y me gustaría continuar hoy el viaje, así que al amanecer contrato los servicios de un motorista para que me lleve. Buscamos en varias orillas, vemos algunos monos y marabues pero los cocodrilos se resisten. Quedan unos minutos y le digo que me enseñe algún lugar bonito, se queda pensando y me lleva por unos caminos de tierra hasta el hotel más lujoso de Garissa, la fachada está pintada de blanco y unos guardias armados custodian la entrada, les pide permiso y nos dejan pasar; pienso que habrá alguna vista interesante pero cuando estamos en el cuidado jardín repleto de flores rojas y amarillas, me dice: “¿A que es bonito?” Me río por dentro, pero ésto no es lo que quería…
No salía un bus hasta el día siguiente, así que paseé por las calles polvorientas desafiando el intenso calor en busca de algo interesante y entonces entendí porque lo más “bonito” de Garissa es ese hotel.