El sol se apaga poco a poco vomitando luces violetas mientras se esconde en el horizonte. Es difícil distinguir las piedras del suelo y cada nuevo paso estoy a punto de caer de bruces.
Conozco el camino de memoria, cada encina y sus ramas, cada curva que traza el sendero… Llevo media vida recorriendo el trayecto que nos separa. Esa hora de cuestas interminables, que con la nieve del invierno, se convierte en toda una hazaña alpinística poder llegar hasta su casa. Por suerte estamos en primavera aunque para mí las flores han perdido su aroma, sólo huelo a muerte.
Nunca había bajado en la oscuridad de la noche, el viento susurra a mis espaldas. Siento como si tramara atacarme, noto su presión en la nuca. Escucho mi respiración entre cortada por el esfuerzo y me concentro en no tropezar, si cayera en este tramo me despeñaría cien metros. Hay veces que me asomo y quiero saltar. Me atrae el vacío, en unos segundos desaparecería el dolor, pero… reconozco que disfruto al hundir el cuchillo y ver brotar la sangre, me gusta lamerme los dedos y escuchar su último aliento. Pero sólo huelo a muerte.
Me lavo las manos en el riachuelo que baja de la montaña, cuando introduzco mis dedos en el agua helada se tiñe de rojo. Apenas puedo verlo pero la sangre sigue el transcurso del cauce, vuelve a la madre tierra. Pero sólo huelo a muerte.
Sigo mi camino, queda menos de media hora para llegar a la civilización, solo veo sombras y tengo que echar mano de mi instinto para no tropezar. Me maldigo por no coger un candil, salí tan rápido que olvidé hasta lavar mis manos. Las luces del pueblo me guían, son como cientos de luciérnagas cuando las ves desde lo alto, reconozco la luz de mi casa. Donde troceo y almaceno la carne. Allí sólo huele a muerte.
Por fin llego, la oscuridad me da miedo, me acechan demonios. Ahora que hay luz me relajo y mis pulsaciones bajan. Las personas miran mi bata blanca teñida en sangre. Nadie me mira a los ojos, me tienen miedo, intuyen mi rabia.
—¡Alto, Guardia Civil!
Me giro despacio, el sargento Sebastián me apunta con su arma reglamentaria.
—¿Qué le has hecho a la señora Clara?
—Se lo merecía —escupo.
—¡Suelta el arma!
Saco el cuchillo ensangrentado del cinturón, pesa más que nunca. Los demonios me gritan, me acusan. No me dejan pensar. Yo la quería…
—Deja el cuchillo en el suelo carnicero.
<<Es una puta>> me decían, aseguraban que me engañaba… <<Mátala>> susurraban.
—¡Yo la quería!
Paso la hoja afilada por mi garganta, está fría. Nuestras sangres se mezclan. Apoyo las rodillas en el suelo. Ya no oigo voces, se han ido. El dolor desaparece.
El silencio huele a muerte.